VIENTO DE COLA. Un relato de un tiempo que si no fué, será.
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VIENTO DE COLA. Un relato de un tiempo que si no fué, será.
Coincidí con Sir Alistair Bedford, por primera vez, aquella mañana lluviosa de junio en el café que hay a la espalda del Teatro de la Ópera, en Covent Garden, justo bajo el salón de Madame Beaumont, la célebre médium, a la que solía visitar desde el fallecimiento de mi esposa en busca de un milagro en el que deseaba creer con todas mis fuerzas.
El señor Bedford tomaba un te con leche y departía distraídamente con otro caballero a quien acababa de conocer y cuyo nombre nunca me fue revelado.
Me llamó la atención que en su charla informal, a la que yo a la sazón no estaba invitado, saliese a relucir el nombre de aquella señora y, sin poder evitarlo, seguí su conversación.
-. Así que usted frecuenta los ambientes espiritistas....
-. Digamos mejor que solía hacerlo. Respondió Sir Bedford. En realidad cada vez pongo mayor distancia entre cada visita, perdida ya la esperanza.
-. ¿Y cómo es eso?.
-. Al principio me motivaba el remordimiento. Quería subsanar el error de un comportamiento imperdonable. Ahora, supongo, me mueve más la costumbre.
El caballero extranjero, un galés de escasa estatura y grandes mostachos canos, que vestía una larga levita de cuero y lucía unos anteojos de color azul, mostró una cara perpleja exagerada ante la afirmación del Sire.
-. No le considero a usted capaz de ninguna falta notable, caballero.
-. Y sin embargo así fue, respondió vehemente Sir Bedford, dando un pequeño golpe impaciente con el bastón en el suelo de madera, irregular y sucio por los años, del establecimiento. Déjeme que le cuente la historia y después podrá usted juzgar.
Ni que decir tiene que presté desde la escasa distancia de mi cercana mesa la mayor de las atenciones, no solo por la natural curiosidad, sino por las dos condiciones, la mía la de joven y ambicioso periodista del Strand y la de Notable de Gran Bretaña la de él.
Lo que hablaron entre ellos es lo que yo transcribo, espero que palabra por palabra, a continuación.
-. Hace muchos años tuve un amigo al que una rara enfermedad mantenía atado a una silla de ruedas. Aquella grave deficiencia no impidió que conectáramos anímica e intelectualmente de manera que, como si de hermanos se tratara, no había lugar al que no asistiéramos juntos, tertulia en la que no fuésemos los invitados de honor o fiesta cuyas puertas no ayudásemos a cerrar cuando todos los demás se habían ya rendido. El soñaba con ser el piloto de dirigibles que nunca llegaría a ser y con luchar contra los piratas del aire más allá de los nuevos continentes, y yo, con el futuro ocioso que mi renta de cincuenta mil libras y mi holgada posición me permitirían tener. No obstante, la llegada a mi vida de la que actualmente es mi amada esposa nos distanció. Se hubiera dicho que tenía celos de ella, y su comportamiento rayaba a veces en la impertinencia; si ella se interponía por cualquier causa nimia entre nosotros, él montaba alguna escena histérica o se negaba a recibirme durante semanas. Joven yo y hermosa ella, fui anteponiendo el amor a la amistad, hasta que de manera insensible dejamos primero de vernos y luego por fin de escribirnos, creciendo entre nosotros una cerca de rencor, la de él, porque pensó que le traicionaba, la mía por que no amaba lo que yo amaba como lo amaba yo. Él, pasó sus últimos años coleccionando ropa de aviador y relojes compulsivamente, éstos últimos quizás como si intuyera que su tiempo estaba por finalizar y quisiera arrancarles de sus engranajes los minutos que al final le faltarían. Hasta que no supe de su decadencia y su extraña locura no volví a interesarme por el que había sido parte de mi carne e inspiración de muchos de mis pensamientos y convicciones.
-. ¿Y qué pasó?, preguntó intrigado el hombrecillo galés.
-. Un buen día, simplemente, se dejó morir. O para decirlo de otra manera, perdió el interés por la vida. Aparte de mi, nunca había tenido muchos amigos, pero de todos ellos se alejó igual. Incluso abandonó sus últimos proyectos. Aquellas sofisticadas máquinas de vapor que algún día, según le prometieron, le devolverían la movilidad. Pero no esperó el resultado. Cerró las cortinas de su mansión y se encerró cada vez más en si mismo hasta que una mañana no se levantó. Los criados se asustaron mucho, como es natural, y llamaron a físicos y a religiosos, a vecinos y a familiares, sin obtener ningún resultado. No hablaba. No comía. Ni siquiera cambiaba de postura o abría los ojos. A duras penas conseguían hacerle tragar algún caldo o beber algo de agua, hasta que una mañana su corazón se paró y su vida terminó.
-. Muy lamentable, comentó el galés. Pero no veo en qué pudo consistir el erróneo comportamiento que usted mismo se atribuye, si me permite decirlo.
-. La agonía duró semanas y yo lo supe desde el principio, pero me negaba a admitir mi parte de culpa y preferí encerrarme en mi sinrazón por lo que no consentí en verle hasta el final de sus días. Luego tuve que lamentarlo, pero ya era tarde. El rencor pudo más que el cariño de otros tiempos y yo sólo pude acompañarle por última vez al cementerio donde hoy descansa. Desde entonces comencé un peregrinar por antros de brujas y charlatanes de los que obtuve poco beneficio y que vaciaron sustancialmente mi cartera. Mi intención era contactar con él, buscarle en el otro mundo, en otro tiempo, en otra reencarnación, hablar con él y pedirle perdón. De esto hace ya veinticinco años.
El silencio de Bedford pareció vaciar la sala como el estampido de un trueno. Tanto el hombre galés como yo mismo y el resto de los parroquianos habíamos coincidido en un instante único en el que las tazas a medio levantar habían quedado suspendidas entre el espacio y el tiempo dando lugar a un momento atemporal que me pareció eterno.
Por fin, con un suspiro, Sir Bedford apartó de su mente los dolorosos recuerdos y se dirigió amablemente al extranjero.
-. Por cierto, no le he preguntado. ¿Y usted, por qué razón va a visitar a Miss Beaumont?.
El galés se removió incómodo en su asiento y dio varias vueltas a su sombrero hongo antes de responder.
-. Pues verá, en realidad vengo a visitarle a usted, Sir Bedford. Esto le parecerá una extraña y asombrosa coincidencia, ya que conocí de manera casual a un joven piloto de aproximadamente esa edad quien, con mucho misterio y sabiendo que yo era abogado y que viajaría en estas fechas a esta ciudad, me rogó encarecidamente que pasase por esta dirección hoy mismo, exactamente a esta hora, y le saludase a usted de su parte.
A mi amigo de siempre, P. M., a quien deseo cielos azules interminables y un suave viento de cola. Donde quiera que estés.
El señor Bedford tomaba un te con leche y departía distraídamente con otro caballero a quien acababa de conocer y cuyo nombre nunca me fue revelado.
Me llamó la atención que en su charla informal, a la que yo a la sazón no estaba invitado, saliese a relucir el nombre de aquella señora y, sin poder evitarlo, seguí su conversación.
-. Así que usted frecuenta los ambientes espiritistas....
-. Digamos mejor que solía hacerlo. Respondió Sir Bedford. En realidad cada vez pongo mayor distancia entre cada visita, perdida ya la esperanza.
-. ¿Y cómo es eso?.
-. Al principio me motivaba el remordimiento. Quería subsanar el error de un comportamiento imperdonable. Ahora, supongo, me mueve más la costumbre.
El caballero extranjero, un galés de escasa estatura y grandes mostachos canos, que vestía una larga levita de cuero y lucía unos anteojos de color azul, mostró una cara perpleja exagerada ante la afirmación del Sire.
-. No le considero a usted capaz de ninguna falta notable, caballero.
-. Y sin embargo así fue, respondió vehemente Sir Bedford, dando un pequeño golpe impaciente con el bastón en el suelo de madera, irregular y sucio por los años, del establecimiento. Déjeme que le cuente la historia y después podrá usted juzgar.
Ni que decir tiene que presté desde la escasa distancia de mi cercana mesa la mayor de las atenciones, no solo por la natural curiosidad, sino por las dos condiciones, la mía la de joven y ambicioso periodista del Strand y la de Notable de Gran Bretaña la de él.
Lo que hablaron entre ellos es lo que yo transcribo, espero que palabra por palabra, a continuación.
-. Hace muchos años tuve un amigo al que una rara enfermedad mantenía atado a una silla de ruedas. Aquella grave deficiencia no impidió que conectáramos anímica e intelectualmente de manera que, como si de hermanos se tratara, no había lugar al que no asistiéramos juntos, tertulia en la que no fuésemos los invitados de honor o fiesta cuyas puertas no ayudásemos a cerrar cuando todos los demás se habían ya rendido. El soñaba con ser el piloto de dirigibles que nunca llegaría a ser y con luchar contra los piratas del aire más allá de los nuevos continentes, y yo, con el futuro ocioso que mi renta de cincuenta mil libras y mi holgada posición me permitirían tener. No obstante, la llegada a mi vida de la que actualmente es mi amada esposa nos distanció. Se hubiera dicho que tenía celos de ella, y su comportamiento rayaba a veces en la impertinencia; si ella se interponía por cualquier causa nimia entre nosotros, él montaba alguna escena histérica o se negaba a recibirme durante semanas. Joven yo y hermosa ella, fui anteponiendo el amor a la amistad, hasta que de manera insensible dejamos primero de vernos y luego por fin de escribirnos, creciendo entre nosotros una cerca de rencor, la de él, porque pensó que le traicionaba, la mía por que no amaba lo que yo amaba como lo amaba yo. Él, pasó sus últimos años coleccionando ropa de aviador y relojes compulsivamente, éstos últimos quizás como si intuyera que su tiempo estaba por finalizar y quisiera arrancarles de sus engranajes los minutos que al final le faltarían. Hasta que no supe de su decadencia y su extraña locura no volví a interesarme por el que había sido parte de mi carne e inspiración de muchos de mis pensamientos y convicciones.
-. ¿Y qué pasó?, preguntó intrigado el hombrecillo galés.
-. Un buen día, simplemente, se dejó morir. O para decirlo de otra manera, perdió el interés por la vida. Aparte de mi, nunca había tenido muchos amigos, pero de todos ellos se alejó igual. Incluso abandonó sus últimos proyectos. Aquellas sofisticadas máquinas de vapor que algún día, según le prometieron, le devolverían la movilidad. Pero no esperó el resultado. Cerró las cortinas de su mansión y se encerró cada vez más en si mismo hasta que una mañana no se levantó. Los criados se asustaron mucho, como es natural, y llamaron a físicos y a religiosos, a vecinos y a familiares, sin obtener ningún resultado. No hablaba. No comía. Ni siquiera cambiaba de postura o abría los ojos. A duras penas conseguían hacerle tragar algún caldo o beber algo de agua, hasta que una mañana su corazón se paró y su vida terminó.
-. Muy lamentable, comentó el galés. Pero no veo en qué pudo consistir el erróneo comportamiento que usted mismo se atribuye, si me permite decirlo.
-. La agonía duró semanas y yo lo supe desde el principio, pero me negaba a admitir mi parte de culpa y preferí encerrarme en mi sinrazón por lo que no consentí en verle hasta el final de sus días. Luego tuve que lamentarlo, pero ya era tarde. El rencor pudo más que el cariño de otros tiempos y yo sólo pude acompañarle por última vez al cementerio donde hoy descansa. Desde entonces comencé un peregrinar por antros de brujas y charlatanes de los que obtuve poco beneficio y que vaciaron sustancialmente mi cartera. Mi intención era contactar con él, buscarle en el otro mundo, en otro tiempo, en otra reencarnación, hablar con él y pedirle perdón. De esto hace ya veinticinco años.
El silencio de Bedford pareció vaciar la sala como el estampido de un trueno. Tanto el hombre galés como yo mismo y el resto de los parroquianos habíamos coincidido en un instante único en el que las tazas a medio levantar habían quedado suspendidas entre el espacio y el tiempo dando lugar a un momento atemporal que me pareció eterno.
Por fin, con un suspiro, Sir Bedford apartó de su mente los dolorosos recuerdos y se dirigió amablemente al extranjero.
-. Por cierto, no le he preguntado. ¿Y usted, por qué razón va a visitar a Miss Beaumont?.
El galés se removió incómodo en su asiento y dio varias vueltas a su sombrero hongo antes de responder.
-. Pues verá, en realidad vengo a visitarle a usted, Sir Bedford. Esto le parecerá una extraña y asombrosa coincidencia, ya que conocí de manera casual a un joven piloto de aproximadamente esa edad quien, con mucho misterio y sabiendo que yo era abogado y que viajaría en estas fechas a esta ciudad, me rogó encarecidamente que pasase por esta dirección hoy mismo, exactamente a esta hora, y le saludase a usted de su parte.
A mi amigo de siempre, P. M., a quien deseo cielos azules interminables y un suave viento de cola. Donde quiera que estés.
Janacek Jadehierro- Artesano de juguetes
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Fecha de inscripción : 23/05/2011
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Localización : Realidad alternativa 9, Chapinería, Madrid
Re: VIENTO DE COLA. Un relato de un tiempo que si no fué, será.
Tiene la magia gramatical y narrativa de Ambrose Bierce. Muy bien. Me encanta.
Re: VIENTO DE COLA. Un relato de un tiempo que si no fué, será.
Precioso cuento, sí señor. Con unas ligerísimas esporas de misoginia, pero precioso. Felicidades.
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